Ojete Calor convierte el Sant Jordi Club en una verbena absolutamente seria

Ojete Calor convierte el Sant Jordi Club en una verbena absolutamente seria

Barcelona · Sant Jordi Club · sábado 25 de octubre de 2025 — Lo de Ojete Calor ya no es un chiste compartido entre colegas. Es un dispositivo de masas con un público que grita canciones absurdas como si fueran métodos de supervivencia emocional. Ante unas cuatro mil personas y una puesta en escena que juega a televisión cutre y estadio a la vez, el dúo demostró que la parodia, cuando está está estudiada, tiene poder.

Esto no fue un concierto normal

A las 20:45 el Sant Jordi Club ya parecía el final de una cabalgata del Orgullo más que la previa de un bolo pop. Plumas, pelucas sintéticas en colores aleatorios, faldas de lentejuelas del chino, gafas de ciclista noventero, camisetas impresas en vinilo casero con frases que ninguna discográfica aprobaría jamás. No era disfraces. Eran uniformes. Se percibió claramente: la gente no viene a ver a Ojete Calor; viene a pertenecer.

El perfil del público destruye cualquier cliché demográfico. Mayoría clara de cuarenta y cincuenta años, esa generación que creció en la España del karaoke de gasolinera y del teletexto, y que ahora se permite reírse de sí misma con mucho cuidado. Pero también había veinteañeras con eyeliner negro nivel vídeo de TikTok cantando letra por letra, heteros en modo despedida de soltero con gafas de corazón, parejas homosexuales abrazadas como si esto fuera misa, boomers lubricados de nostalgia, incluso alguna madre con su hija adolescente, ambas ya sin voz antes de empezar.

La sala estaba lista para algo que no es exactamente música en directo y tampoco exactamente comedia. Nadie esperaba virtuosismo vocal. Nadie pedía afinación. Lo que se respiraba era pacto. Pacto de impunidad.

Ese pacto se empezó a construir media hora antes de que saliera el dúo. A eso de las 20:30, la llamada “historia del subnopop” calentó el ambiente: una proyección muy cutre, captura de pantalla de YouTube, con videoclips grasientos de los 80, 90 y 2000 subtitulados en castellano, mal maquetados, transiciones de PowerPoint. Todo pensado para activar memoria corporal, no nostalgia romántica: canciones eurovisivas, pachangas, hits basura de verbena, y un montaje tan intencionadamente subnormal que rozaba la performance artística. Técnicamente pobre, conceptualmente brillante.

Resultado: a las 21:00 ya no había “público esperando al headliner”. Había una masa predispuesta al karaoke, a sudar sin importancia, a formar parte del chiste y, sobre todo, a ser el chiste sin una pizca de vergüenza. Ojete Calor ya no operan como meme, funcionan como refugio.

Escenografía y dispositivo

El show no empezó: fue emitido.

A las 21:15, blackout rápido, disparo de pista, sync de visuales en la pantalla gigante del fondo (un led central que actuó toda la noche como plató televisivo portátil) y arranque tipo especial fin de año. Grafismos noventeros saturados a propósito, cabecera de falso magazine, continuidad televisiva casposa. Y entonces, sobre esa fiesta de teletienda, el primer golpe en la cara: “Bienvenidos”, el clásico de Miguel Ríos, reescrito como “Bienvenidos, hijos del subnopop”. No entraron como cantantes; entraron como presentadores de su propio universo.

Carlos Areces y Aníbal Gómez aparecieron en escena con la actitud que ya es marca propia: orquesta de pueblo + cabaret + maestro de ceremonias cansado del mundo. Vestuario inicial brillante, exceso pensado. El tono se fijó ahí: esto no es un concierto estándar de pop electrónico, es una gala loca donde el playback está normalizado como recurso dramático, no como fraude.

La iluminación trabajó limpia, bastante por encima de la broma. Wash frontal correcto, recortes puntuales para los gags, estrobos de impacto en los estribillos más coreables, y bastante respeto a la visibilidad del público, que se iluminó varias veces como si fuera parte del plano. Se notó criterio de realización en directo: cada momento estaba pensado para ser grabado en vertical.

La coreografía, que siempre juega a parecer improvisada, en realidad estaba mínimamente pautada. Pasos ridículos, poses de diva con barriga fuera, giro de culo con delay… Todo al borde del descontrol pero nunca completamente fuera de control. Verbena ensayada.

Entre tema y tema, no hubo largos interludios emocionales ni narrativa de superación, típica de concierto promedio. Hubo barbaridades. El guion consistió en provocaciones políticamente incorrectas disparadas con frialdad absoluta: chistes negros con mirada local (inmigración marroquí en Barcelona), dardos a Rosalía proclamada “la mayor cantante catalana, pero que se tiene que disfrazar de andaluza”, y pullas fiscales recordando al público catalán que “pagáis más impuestos”. El ataque era frontal pero leído desde dentro del personaje, no desde el artista real (o eso creemos). El efecto fue el habitual: risas, abucheos teatrales, ovaciones. Todo controlado.

Hubo también un juego constante de televisión parodia. En pantalla apareció Ramón García en falso directo, tono de aburrimiento, reclamando el bis y despidiendo el show como si estuviera en TVE. Más tarde anunciaron invitados de prestigio (“Los Javis”, supuestamente) para después admitir, sin siquiera disimular, que no había presupuesto para traerlos. En su lugar, aparición sorpresa de los hermanos Bayona: Juan Antonio Bayona, uno de los directores más reconocidos del país, nominado al Óscar por “La sociedad de la nieve”, subió al escenario a modo de estrella invitada; y su hermano Carlos Bayona, DJ y figura de culto pop nocturno en Barcelona, se quedó como refuerzo de plantilla.

Ese gag se remató con uno de los momentos más claros de coreografía narrativa de la noche. J. A. Bayona baja del escenario como gran director que “cobra demasiado”. Carlos se queda “por 20 euros y un bocadillo”. Durante “Viejoven”, Carlos Bayona se sienta literalmente en una silla al borde del escenario, se come el bocadillo en directo, y va repartiendo trozos al público como si estuviera dando la comunión obrera. La sala lo vivió.

Ritmo general: bloque prácticamente seguido, sin pausas largas, 90 minutos de flujo continuo con micro-parones de insulto cariñoso al respetable. El backline evidente, la base electrónica disparada desde pista, voces entre directo y playback según el momento, visuales alineados casi siempre a downbeat salvo algún descuadre buscado que reforzaba la estética casposa. Profesionalismo envuelto en mugre, exactamente como tiene que ser.

Del cachondeo al himno

La apertura con “Bienvenidos” marcó territorio. El mensaje era claro: esto es nuestra misa, vosotros sois los borregos.

A partir de ahí, el repertorio fue diseñado como curva dramática más que como lista de éxitos. Dieciocho temas en total. Ojete Calor entienden que su material no se consume canción a canción, sino como bloque de identidad.

Primer impacto energético. “0,60”, “Collar fular”, “Qué bien tan mal”, “Extremismo mal”. Canciones que mezclan tecno barato, pop hortero y letras que convierten inseguridades diarias en statement público. Aquí se vio el primer gran síntoma físico del público: no se bailaba “como en un concierto”. Se bailaba como en una boda a las 4:30, sin distancia estética. Vasos de plástico volando ya en el tercer tema, abanicos plegables usados como palmas, abanicos rotos a los dos minutos, purpurina pegada en la cara mezclada con sudor.

Pico de identificación generacional. El bloque central llegó con “Viejoven”, que ya no se canta en clave irónica. “Soy muy joven pa’ ser viejo y muy viejo pa’ ser joven”. Saltos sincronizados, móviles grabando en vertical con flash encendido, gente abrazándose a desconocidos en la grada lateral. En ese momento, el Sant Jordi Club dejó de ser una sala y se convirtió en comparsa. Lo que flotó en el aire fue reconocimiento: la humillación cotidiana de hacerse mayor se convierte, bajo Ojete Calor, en orgullo. Eso es un hit.

Momento de comunión (existió). Hubo una rendija explícita cuando bajaron al registro acústico. “Sinceridad no pedida”, con guitarra metalera en V, sirvió de respiro físico. Se vio gente riendo con la cara mojada. Antes de eso, el mashup de “Esta cobardía / Volver, volver / Se acabó / Eres diferente / El Bimbo / La chica ye yé / Vivir así es morir de amor / Hay que venir al sur / Quédate” operó como tesis cultural completa: la copla,o descarado, el gayclub de los 2000, la verbena de barrio y la radio de madre y tía se comprimieron en un solo bloque. Ese medley fue reapropiación. Todo esto, que durante décadas se ha considerado caspa, ahora es patrimonio emocional.

La parición de “Agapimú”, con Ana Belén cantando en la pantalla, remató esa lectura. Se presentó como homenaje pero, en realidad, funcionó como algo distinto. Ojete Calor se permiten anclar su chiste en la tradición pop española más oficial sin pedir perdón. Están diciendo: esto también es nuestro.

El final épico. El tramo final (“Mocatriz”, “Vete a tu casa” (el clásico “Freed From Desire” recontextualizado en rechazo social directo al público), “Viejoven” con Bayona en bocadillo, y ya en el bis “Tonta gilipó”) fue descarga pura. “Mocatriz” sigue operando como espejo cruel del mercado del talento: influencer, modelo, cantante, actriz, todo empaquetado como marca personal. El público la canta riéndose de la industria, pero también riéndose de sí mismo porque todos llevan en el bolsillo una versión de esa aspiración. “Tonta gilipó” en el bis cerró en tono de insulto cariñoso, pogo de verbena, confeti.

A esa altura, el suelo de la pista era una mezcla de cerveza derramada, abanicos rotos, pestañas postizas desprendidas y un par de pelucas fluorescentes abandonadas como si fueran piel vieja. Nadie las recogió. Ritual consumado.

El público como protagonista

Lo que se vio anoche en el Sant Jordi Club fue que la comunidad ya no está en el escenario: está enfrente.

En la primera fila, un tipo de unos cincuenta con camisa hawaiana abierta, barriga fuera sin complejos, grabó prácticamente todo el show en vertical gritando cada estribillo medio tono por encima de Areces. No lo hacía para posturear en redes: lo hacía como quien documenta una comunión familiar.

A mi izquierda, dos amigas cuarentonas con peluca rosa chillona y falda de lentejuelas plateadas cantaron “Amiga en las estrellas” mirándose a los ojos, llorando de risa. Literalmente llorando de risa. Una se secaba el rimmel con el dorso de la mano y dejaba una mancha negra en la otra, como camuflaje de guerra.

En grada, una mujer de unos cincuenta largos (vaquero alto, blazer negro, labios rojo mate muy marcado) vivió “Mocatriz” como si fuera su grupo de adolescencia. No bailaba con ironía. Bailaba con orgullo. Cada “mocatriz, mocatriz…” iba con dedo en el aire, coreografía propia, gesto de “esto también es mío”. Ese detalle importa: Ojete Calor han roto la frontera del guilty pleasure.

Y luego está el vestuario colectivo. Hubo grupos claramente preparados durante horas: tutús fucsia, boas de plumas turquesa, gafas de lente amarilla noventera, camisetas caseras con tipografía WordArt que mostraban la definición de términos como «mocatriz» o «viejoven». Esa inversión previa, ese nivel de preproducción amateur, es una señal: el fan de Ojete Calor ya no es consumidor pasivo.

Entonces: qué significa Ojete Calor ahora mismo

Ojete Calor ya no son un chiste con entrada a 30 euros.

Lo que se vio en Barcelona el 25 de octubre de 2025 fue la consolidación de un modelo pop que combina electropop, discurso queer-popular y militancia del ridículo como acto de dignidad colectiva. Su show en el Sant Jordi Club (inicio real sobre las 21:15, noventa minutos largos de set, aforo aproximado de cuatro mil personas, sin colgar oficialmente el “sold out” pero claramente lleno en pista) demostró que su propuesta puede sostener un formato grande sin perder filo.

A nivel artístico, la fórmula está más clara que nunca: playback asumido como herramienta narrativa, humor negro como lubricante para la sociedad, apropiación de herencia musical “cutre” como indentidad y una escenografía que utiliza la estética barata para representar el exceso como religión. A nivel cultural, es más serio: Ojete Calor han convertido la vergüenza en un orgullo que funciona. Han dado a una generación entera (y a la siguiente, que ya ha entrado) un espacio donde envejecer raro no es fracasar.

Lo peligroso para el resto del pop español es que esto empezó como sátira de la música comercial y, sin renunciar al veneno, ya compite en escala con esa misma música comercial.

Todo eso, hoy, vale más que cualquier solo de guitarra.

Créditos

Crónica realizada desde el Sant Jordi Club, Barcelona. Agradecimientos a The Project por la acreditación y a la producción del evento.

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